La lección de las Coreas que podemos ver

He aquí la cuarta Corea que se adviene, después de la Corea que hasta 1945 fue una, antes de ser dividida en dos tras la Segunda Guerra Mundial por Estados Unidos y la URSS, la Corea que ahora, en medio de un mundo cada vez más polarizado, amurallado y descreído, vive un ilusionante proceso de paz y, anuncian sus mandatarios, de reunificación federal. He aquí, en esta foto, todo lo que las personas que coincidimos hace tres semanas en Pyongyang con la histórica cumbre de sus dos mandatarios, el sureño Moon Jae-in y el norteño Kim Jong-un, pudimos atisbar de sus encuentros.

Tenemos que volver al hotel”, nos comunicó la guía que nos acompañó durante los seis días que permanecimos en Corea del Norte. El presidente Moon estaba aterrizando aquella mañana en el aeropuerto, donde fue recibido por su homónimo Kim, antes de recorrer la capital en un desfile aclamado por multitudes. Dos horas después, el amplio número de visitantes de China y –mucho menor– de otras nacionalidades, volvíamos a poder recorrer en coche las calles de la capital, donde veíamos miles de mujeres vestidas con sus trajes tradicionales y hombres con uniformes de funcionarios y de civil –y todos con el obligatorio pin en el pecho con el rostro de los exmandatarios de la estirpe Kim–, que regresaban a sus hogares tras aclamar a la comitiva agitando coloridos ramos de flores de papel.

Tras ellos, en la imagen, se observa uno de los tranvías que recorre desde la década de los sesenta la ciudad por avenidas de hasta seis carriles, donde, además de los envejecidos autobuses y taxis, cada vez son más habituales los aún escasos coches de gama media y alta de producción china y las bicicletas eléctricas. Tras ellos, dos siluetas de color bronce: las colosales esculturas de los exmandatarios Kim Il-sun y su hijo Kim Jong-il –abuelo y padre, respectivamente, de Kim Jong-un– a los que todo visitante debe presentar sus respetos al llegar al país. Para cumplir el ritual, habrá que comprar en un kiosco cercano un ramo de flores de plástico, que deberá ser llevado a los pies de las esculturas de más de cincuenta metros de altura con la cabeza inclinada para, tras volver a una distancia prudencial, reclinar el tronco en símbolo de sumisión.

Tras ellos, de color grisáceo y forma rectangular, el inmenso edificio de la Asamblea Nacional del Pueblo, inaugurado en 1984 y símbolo político del régimen comunista que gobierna el país desde hace casi setenta años. Finalmente, al fondo, el Hotel Ryugyong, un rascacielos de 105 plantas que el régimen norcoreano comenzó a construir en 1987 con el fin de que fuese el más alto del mundo y cuya obra fue suspendida en 1992, coincidiendo con la caída de la URSS, cuyas consecuencias económicas –sumadas a otros factores como unas inundaciones que arrasaron los cultivos–, desembocaron en una hambruna a partir de 1995 que acabó con la vida de más de 220.000 personas, según el régimen norcoreano, y dos millones de personas según datos de la CNN. Aunque la obra del rascacielos fue retomada en 2008 por la misma empresa egipcia a la que la jefatura de los Kim encargó la instalación de la tecnología 3G, esta sólo alcanzó a finalizar su fachada.

Según fotos publicadas en la prensa internacional en 2012, el interior sigue inacabado -lo que no ha sido óbice para que el régimen lo haya convertido en un nuevo símbolo de la omnipresente propaganda destinada a reivindicar su poderío-, en este caso mediante un sistema de iluminación que alterna imágenes de la bandera nacional con un impresionante juegos de luces, haciéndolo visible desde cualquier punto de la ciudad al ser el edificio más alto de toda Corea del Norte.

El espectáculo lumínico, coincidiendo con la visita de la comitiva surcoreana, fue completado con el encendido nocturno de los numerosos rascacielos que bordean las principales avenidas de la ciudad y dibujan un skyline inaudito de la urbe. Una forma también de opacar las mismas calles que, incluso a la luz del día, son invisibles para los visitantes: ante la imposibilidad de recorrer sus calles libremente, si el visitante presta atención durante sus recorridos en automóvil, podrá observar cómo tras las rotundas y encaladas fachadas de las edificaciones de corte soviético, hay otras mucho más humildes y descuidadas con calles no siempre bien pavimentadas. Eso, cuando la interposición de unos muros bajos en las salidas de las calles a las avenidas –y que apenas permiten el tránsito de una persona–, no impiden ver qué hay más allá.

En Corea del Norte, como en cualquier dictadura, es tan significativo lo que se puede visitar y documentar como lo que está vetado; las preguntas que se pueden hacer, como las que se omiten a sabiendas de que el interlocutor local no puede responder; las respuestas que tanto emisor como receptor saben elusivas, y que en un acuerdo tácito se asumen como lógicas o verídicas. Pero Corea del Norte es también mucho más que la representación maniquea del mal que a menudo se nos ha trasladado. Es también un país habitado por hombres y mujeres que siguen con ilusión y esperanza un proceso de paz con sus vecinos y vecinas en un mundo que nos tiene poco acostumbrados a las buenas noticias. Y esta es una de las más importantes que nos brinda la actualidad: dos países que han volcado sus energías y recursos en demostrar que es posible aparcar las diferencias, firmar la paz y buscar fórmulas para la reunificación y la colaboración económica. Las dos Coreas están dándonos así una lección magistral. Eso sí que lo podemos ver. Como el resto de cuestiones de las que daremos cuenta en el reportaje que publicaremos en los próximos días.

Vía:lamarea.com

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