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Joan Laporta, presidente del Barça. / Afp
Hubo un momento en que a Joan Laporta le entraron muchas ganas de llorar.
No pareció que quisiera teatralizar nada. Y ahí lo peligroso. No era más que la evidencia de que, en plena guerra santa, ya ha sido engullido por su tremendismo. De que se lo ha tragado un personaje excesivo y dramático que desayuna cada mañana convencido de su misión divina: cuidar de su Barça (del socio, sí, pero sobre todo suyo) y defenderlo con salvajismo quijotesco ante quien sea. Sobre todo, ante los enemigos que él siente cerca. Y ahí entran, claro, grupos de comunicación, periodistas, opositores, opinadores, y todo aquel que se digne a discutir su posición de poder. Y si hay que ser desagradable con quien sea, como le ocurrió a Helena Condis (COPE) cuando intentaba completar su pregunta, pues todo por la causa.
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Tiene el ‘laportismo’ algo que siempre faltó al ‘bartorosellismo’: un halo de divinidad que atrapa y compromete a quienes ven en el que manda a un salvador masturbatorio sacado de un cuadro de Dalí. Un mesías rodeado, claro, de apóstoles que transmiten su palabra, que le limpian sus heridas en el ‘viacrucis’, y que también le aguantan la americana. Tal y como esperaba Núñez que hicieran los lacayos mientras lanzaba a sus adeptos a repartir estopa a la disidencia. En las ruedas de prensa de Núñez se hablaba siempre más de las formas que del contenido, de sus bravatas y lloriqueos que de su gestión y autoritarismo. Lo mismo ocurre ya con Laporta, que lo sufrió y batalló en su momento, pero que ha traspasado el espejo del tiempo.
El presidente del Barça ventiló el día en que debía tratar el caso Olmo con las explicaciones esperadas. Su equipo directivo y él mismo lo gestionaron todo de fábula. Sin errores. Sin mentiras. Aseguró que llegó a reunir todos los documentos requeridos por LaLiga «en tiempo y forma», aunque le faltara presentar las garantías de pago que le pedían tras el fiasco con Barça Vision. Que el contrato con Nike del que sacó partido Darren Dein es el mejor del mundo, aunque sigamos sin ver comparativas, ni presentes ni futuras. Y para qué decir el nombre de esos fondos árabes que tanto gustan ahora a Laporta y que, además de defender a las mujeres, pagarán 100 millones de euros por la explotación de los asientos VIP del Camp Nou; sin saber tampoco si algún comisionista pone el cazo.
«Pobre Barça. Ojalá no caiga nunca en sus manos», dijo Laporta al viento, refiriéndose a saber quién. Qué más da. Ya ha plantado sobre ese escudo que él dice que «no se mancha» el espantajo del complot y la mala fe, requisito imprescindible para mantener el poder. Hasta que le dé la gana.
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